El “Sócrates” de la sociedad nacional que por infortunio no pudo crear un “Platón”, Juan Bosch, bautizo muy nuestro, de conciencia pueblerina y respetable sabiduría, un hombre que pensaba como los sabios, pero sentía como los pueblos, irrumpió en el efervescente año 1978, el debate nacional con su libro Composición Social Dominicana, texto que se erigió en una concepción histórica, sociológica y económica revolucionaria que derribó falacias, mitos y falsos eslabones históricos, aceptados por décadas sobre la sociedad dominicana.
En nuestra humilde concepción, sin grandeza espiritual no hay grandeza real. Espiritualmente fue un alma grande el profesor que no necesitó títulos académicos ni de nobleza, placas ni pergaminos de reconocimientos, pedazos de metal en el uniforme ni patrimonios portentosos para la presunción del hombre, liberación de conciencia terrenal que le permitió entrar y salir del gobierno nacional en el mismo exiguo estado patrimonial.
Su estatura histórica fue alumbrada por el cultivo consagrado del don divino con que nacen todos los hombres, pero que la mayoría prefiere apagar para prender la tea de la ambición material, la vanidad y el lujo, “abolengo” infeliz y oscuro al que pertenecen casi todos sus discípulos, de los dos partidos y sus ramificaciones, el PLD y el PRD, de los cuales fue egregio fundador en 1939 y 1973.
Juan Bosch no necesitó faraónicos mausoleos, ni siquiera descansar en una tumba cercana al centro del ejercicio del poder, sino en un cementerio humilde de su provincia natal de La Vega, una voluntad testamentaria que algunos quisieron quebrar alegando vaguedades de sentimientos presumidos y testimoniando con ello que no podrán siquiera arrimarse a la estatura del maestro, miembro del parnaso de los seres humanos a los que se refería el francés François Auguste René, Vizconde de Chateaubriand, con su pensamiento que dice: “…los grandes hombres sólo necesitan una tumba y una piedra”.
La historia de este apóstol de la libertad, certifica en un pequeño pueblo del Caribe latinoamericano que todavía no ha sido posible que el humanismo, la moral, la filantropía y la verdadera sapiencia, como código supremo de poder, dirijan al Estado; imperativo abortado en la segunda mitad del siglo XX, con el derrocamiento del profesor Juan Bosch en septiembre de 1963, en razón de que su estirpe moral y humana le impidió evitar que la táctica de ofrecer el perdón a los trujillistas para ganar las elecciones del 20 de diciembre de 1962, se tragara la estrategia, dejándolo huérfano de protección contra la conspiración que lo derrocó sin resistencia, para que la sangre no manchara su gobierno, de la misma forma que sucediera durante la segunda república con el ilustre moralista Ulises Francisco Espaillat, quien dejara como una premonición lapidaria, después de haber sido depuesto, igual que Bosch, siete meses después de su elección en 1876, sus lamentaciones insertas en las siguientes frases: “Yo creí de buena fe que lo que afectaba a mi país era una sed de moral y de regeneración; pero otra sed más peligrosa la devora: la sed de oro”.
Deduciblemente que el profesor Juan Emilio Bosch y Gaviño, no pudo mantenerse o volver a la cima del poder del Estado, porque sus valores tenían estatura de cielo, y el pueblo dominicano estaba en el suelo. A 20 años de su desaparición física, la nación necesita una nueva estirpe de hombres virtuosos, nuevas legiones de discípulos de los moralistas y humanistas de la historia de la república, iniciando con el más impoluto, Juan Pablo Duarte, para que el código supremo del ejercicio de poder del Estado y la sociedad dominicana, tenga como esencia dos grandes virtudes: Moral y Trabajo.
Todavía sigo perplejo ante lo poco que le ha costado Twitter a Elon Musk. El magnate atesora tal patrimonio que, después de pagar 44.000 millones de dólares, aún es el hombre más rico del mundo.
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